domingo, 6 de julio de 2014

Mi querido distrito.

Últimamente he escrito poco. Más bien escribo, lo releo y me da la sensación de que es malo. No quiero publicar cosas vacías.
Ayer, sin embargo, estuve limpiando mi cuarto y encontré un papelillo que había escrito hacía un mes y medio (aprox.) y me gustó. Así que hoy lo voy a publicar.
Ruego que se lea en tono irónico.


Ella era lo que se viene a llamar una "chica de ciudad". Lo pongo entre comillas porque no era exactamente así. Residía en una casa de color dorado en un barrio de clase media alta. Se situaba a unos quince minutos de la capital, si no había tráfico, por supuesto. Aquella zona se distanciaba de Madrid pero también formaba parte de ella. Se caracterizaba por mucha casa residencial, parques grandes y bien cuidados (cómo va a faltar la naturaleza, si es incluso más esplendorosa cuando se limita a hierba, escasos árboles y alguna florecilla solitaria para que los animales de la casa hagan sus necesidades) y gente, conocida entre sí, muy modesta con caras camisas.
Un paraíso.
"Antes, todo esto era campo" le dijo su padre cuando se mudaron. Y ella no dudó en creerle. Sin duda, podría haber sido un hermoso campo, fuerte y salvaje, con altas hierbas terminadas en flores silvestre, cardos y cabezas de trigo dorado. Alguna otra piedra gris mate en el atardecer de primavera. Y las ramas silvantes de los árboles, huesudas y vultosas, con colores marrones que variaban según daba la luz del sol. Se alzaban hacia el sol, como queriendo tocar el cielo, las hojas se extendían al rededor, como mariposas muertas o quizá dormidas, con colores del morado al amarillo amarronado. Se lo imaginó nevado, todo blanco y silencioso. Se lo imagino en verano, todo seco. También mientras llovía o en una tormenta, todo embarrado y musgoso.
Pero lo que veían sus ojos eran casas. Casas y gente. Casas, gente y coches. Muchos coches.
Y ellos ni se habían parado a pensar lo que habían destrozado.