lunes, 17 de marzo de 2014

Maddelein

-Cuéntame, venga, sin miedo. -Dice la psicóloga amablemente.
-Bueno, es que es complicado... uf.
La psicóloga le da tiempo para no presionar.
-Pues...- intenta de nuevo la chica- bueno, vale. A ver, todas las noches desde el accidente tengo pesadillas. Son horribles, lo paso muy mal. Me despierto sudando, llorando o gritando. O todo a la vez.
-¿Qué sueñas?
-Es difícil de explicar - Responde cansada.
-Sino quieres, no tienes porque hablar de ello.
Maddelein se queda en silencio. Es agobiante hablar de las pesadillas, porque al hablarlo se hace más real que al terminar el día, como todas las noches, ellas vuelven.
-¿No ha habido ninguna noche que hayan cesado?
-Alguna. Muy pocas.
-¿Crees que hay algo que lo justifique? ¿hay algo en común que hagas antes de irte a dormir esas noches?
-No había pensado en ello.
Y se mira las uñas pintadas de azul y rojo mientras se saca un anillo y le da vueltas. Maddelein no se acuerda ni siquiera de lo que había hecho esos días. Solo... bueno, de...
-No lo recuerdo. Ni siquiera sé que comí ayer. - admite avergonzada - Pero, son días tan excepcionales que... La verdad, es que cuando no sueño nada al día siguiente tengo un dolor de cabeza horrible. No se si estará relacionado.
Esto último lo dice encogiéndose de hombros, como a quien no le va la cosa. Mira a la psicóloga sin saber que hacer. ¿Qué le pasará por la cabeza? Ella escribe rápidamente en su libreta verde que lleva a todas las citas. Siempre con el mismo moño, las mismas gafas. Maddelein no la odia, sabe que es su trabajo hacer este tipo de cosas. Pero, ¿porqué sus padres creen que llevándola a un maldito psicólogo se arreglará todo? ¿Como si estuviera loca? No, mas bien como un juguete roto, que necesita ser arreglado. ¿Qué esta diciendo? Sus padres la quieren, piensan que esto la ayudará. Por eso cobran a la psicóloga que tiene delante.
- Dolor de cabeza...
-Si.
La psicóloga (Maddelein no sabe su nombre. ¿Para qué? Si no la nombra. Si realmente, es ella la que habla y Maddelein responde con oraciones cortas y desganadas.) deja el bolígrafo sobre la mesa y mira al reloj de muñeca.
-Bueno, creo que ya se ha acabado la hora. ¿Vienes el Lunes siguiente no? - Dice como si tuviera unas ganas enormes de ver a Maddelein. Seguramente su madre este detrás del cristal de la puerta, que queda a espaldas a Maddelein y por eso al verla exagera de esa forma, como hace siempre. Recoje su móvil, se pone la chaqueta negra de cuero y sale por la puerta. No dice adiós, esta cansada y no le apetece.
-¿Qué tal? - Pregunta su madre. Se llama Raquel, pero Mad la llama madre, mamá... Aunque nunca mami, es cursi.
-Eh, bien supongo. - Dice con desgana aunque sonriendo. No quiere que Raquel piense que esta mal.
Raquel sabe que esta mal. Lo sabe desde que vio Lauren, la psicóloga, poniendo una sonrisa excesivamente grande al verla. No están avanzando y ya no sabe que hacer. Va a hacer un mes desde el accidente. El accidente... Se ve lejano y cercano a la vez. Un pinchazo en el corazón.
-¿Quieres helado? - Pregunta sonriente. Quiere hacer sentir bien a su hija. Y si se pone a recordar no cree que deje de llorar nunca.
-¿En invierno? - Dice exasperada.
-Sí, compremos. - Quiere que su hija diga que si, que compren unos helados, que se olviden de las cosas y sean felices. Ojalá fuera tan fácil.
-Bueno, - Maddelein se resigna. Sabe que su madre lo esta intentando.- compremos de pistacho con chocolate.
Y no sabe porque elije ese sabor, es posible que sea porque le gusta, pero hay algo más. Raquel si lo sabe, es un recuerdo, de los primeros años de infancia de Mad, con Mickael, su padre, comiendo y pringándose de helado. Justo de ese sabor.
-Vale - responde ya más seca. Esta tensa y blanca. La herida se abre, se ve reciente.
-Y de dulce de leche, con más caramelo - Recalca Mad. Se ha dado cuenta que ha dicho algo que a su madre le recuerda a papa. Necesita sacar el tema. No puede dejar escapar la oportunidad - como lo hacía papá.
-Bien.
Y no dice nada más. Se montan en el coche, Raquel conduce bruscamente. Y Mad lo nota. Pasa un rato en silencio. El ambiente de alegría y esperanza (finjida, pero se intentaba) que se respiraba antes había desaparecido por una nube densa y crispada.
Llegan a la heladería, Raquel aparca y se baja del coche. Mad hace lo mismo.
-Cómprate el que quieras. Yo ahora vuelvo. -Le dice. Coge un billete de cinco y se lo da. - voy al bar de al lado. No tardo.
-Ah, vale. ¿Quieres que te compre?
-No, no tengo hambre.
Y se va hacia el bar. Dentro pregunta donde hay baño a un camarero veinteañero, va, entra y vomita dentro del retrete.
Mientras, Mad se compra un cucurucho de dos sabores. Le sabe mal, porque esta triste y deprimida. Se sienta en una de las mesitas rosas que decoran la heladería, en las del final, para que nadie vea como se le mueven los hombros, o como convulsiona mientras llora en silencio.

Salen cada una de la respectiva tienda. Las dos se ven: ojos rojos, cara blanca, cara roja, ojos tristes, rastros de lágrimas, rastro de presión.
Pero ninguna dice nada, ya es demasiado el simple hecho de vivir con ello.

viernes, 7 de marzo de 2014

Elementos.



Agua.
Veo gotas caer débilmente sobre el suelo. Una, dos, tres… Cada vez más rápidas y más fuertes. Caen del techo, de las grietas, de los picos. No las oigo caer. Pero las veo. La habitación se está inundando. Tengo miedo. Observo como las gotas resbalan por las paredes y se llevan pintura rosa que se une a ellas. El charco pasa a ser un lago, y de lago a mar. Me estoy ahogando. Mi pelo se mueve dormido al son de las suaves ondas de la habitación. Me queda poco aire. ¡Nada!- Me digo. Mi cuerpo se mueve para salvarme. Llego a el poco oxigeno de la habitación que hay. Respiro con la boca, reteniendo en mis pulmones las últimas gotas de vida. Me vuelvo a hundir cuando el agua ocupa toda la habitación. Pataleo, grito, me doy con los muebles que vuelan libres por la habitación. ¡Resiste!- Me digo.  Tengo ganas de llorar. No, ahora no por favor, necesito seguir viviendo, no me puedo ir. Piensa. Nado con la esperanza en mi cabeza y la resistencia sobre mis músculos. Agarro el pomo, lo giro. El agua me arrastra fuera de la habitación. Vivo. Vivo y sonrío.

Aire.
Me alzo, huyendo de todo problema que se me ha puesto por delante. Sí, estoy escapando. Pero es que yo no soy valiente, solo era un disfraz, para que los demás piensen que lo soy, y así creerme hasta yo mi propia mentira. Es duro reconocerlo, pero soy débil y necesito volar, y ver. Muevo los brazos y me abro camino. Me quedo aquí, pero no estoy, nadie me ve. Vuelo y revoloteo por allí y por allá. Observo, escucho. La vida me da la oportunidad de ver como es ella para los demás. Miro y veo pobreza, angustia, ira, desaprobación, muerte. Pero también veo alegría, amor, felicidad y sobretodo esperanza. La esperanza en un cambio, y en una mejora. Hora de volver, mirar desde arriba, en el aire, desde otra perspectiva, te hace ver que no eres el único que vive desgracias y alegrías, y que la vida puede ser injusta, pero que en cuanto te roba algo, te lo devuelve de otra forma. Y doy gracias de estar viva una vez más, antes de posarme en el suelo, como otra persona más, en este mundo de locos.

Fuego.
Noto el aire caliente que me recorre. Recorre la habitación, el suelo y mis venas. De arriba abajo, rápidamente, como fuego helado. No me gusta esa sensación pero es inevitable. Me desgarra y me pongo furioso, envidioso e inestable. La ira me corroe. Siento ganas de tirar por la ventana al primero que me hable. No tengo ganas de nada. Me quedare aquí, esperando a que pare, este incesante dolor.

Tierra.

Voy andando descalza por la hierba verde que recubre estos bastos campos. Los arboles crecen sinuosos y agarrados de la mano enredando sus ramas unas con otras. Desde las frescas puntas de ellos, gracias a la abundante lluvia de estos últimos días, asoman tímidas y gloriosas de su nueva vida, unas florecillas de un color blanquecino que decoran con su gran aroma. Mientas camino, hormiguillas forman filas que parecen hilo de azabache. Voy contando mis pasos hasta encontrar un viejo árbol de tronco rasgado. A sus pies, miles de mariposas visten sus vestidos más preciados, rigurosamente confeccionados, que hacen ver que la primavera ha llegado, danzando y creando así, una maravillosa armonía de colores. 

Maddelein.

Abrí los parpados y lo vi todo blanco en un primer momento. Oía voces lejanas. Muchas voces y ruidos que retumbaban en mi cabeza. Cerré los ojos demasiado confusa.
Coche. Viaje. Tráfico. Discusión. Camión. Airbags. Negro.
No. No, no, no, no, no.
-¡Mamá! ¡Papa! ¡Ed!- Salté. Oh, Dios Mio. No, esto sin duda no me esta pasando. Sí, sí que esta pasando. Ahogué un gritó de desesperación. - ¡Mamá! -Lloriqueé. - No, por favor, no... ¡Papá! -grité aun mas fuerte. Me puse a llorar desesperadamente. 
-Shh... - Alguien me tocó el pelo. - ¿Cómo te llamas?
Levanté la vista. Se veía borroso por el efecto de las lágrimas. Chica vestida de verde; una enfermera. Estoy en un hospital.
-Yo... - Hice un sonido de frustración y le dí un puñetazo a la camilla. Me senté sobre ella dispuesta a levantarme - Dios mío, no, no, no... No puede... Oh, joder. ¿En donde están? - La agarré de el brazo fuertemente -  Ayúdeme, por favor - la supliqué, llorando aun más - ¿Donde están?
-Tienes que decirme el nombre, sino no puedo ayudarte. - Dijo ella agobiada, pasándome la libreta y el bolígrafo.
-Tienen que estar aquí. Si, si. Si, deben de estar. - La dejé de agarrar y me dispuse a salir de la camilla. Al parecer iba en camisón y tenía moratones por toda la piel. Me impulsé para levantarme y un dolor horrible me recorrió de arriba a abajo. Tan rápido, que no pude evitar caerme en los brazos de la enfermera, que habría previsto mi invalidez. 
-No te levantes. 
-¡Por favor tiene que ayudarme son mi familia! - la grité.
-Relájese. 
Tenía la cara empapada en lágrimas de la frustración y la impotencia. 
-No, no, no, no, no...
-Enzo, pásame el valium. - Había aparecido un enfermero que se acercaba a mí con una jeringuilla.
-Es lo mejor que puedes hacer ahora. - Me dijo el tal Enzo. Entre los dos me agarraron mientras yo forcejeaba y formulaba preguntas que no llegaron a responder. - Esto te va a calmar. Duerme un rato. - Tenía los ojos cerrados, negando con la cabeza, histérica. Necesitaba saber si estaban bien y nadie se dignaba a ayudarme. Un pinchacito en el brazo comparado con todo el dolor que sentía. Y toda la angustia. 
Pero fue desvaneciéndose, como el humo que sale de las fábricas hasta que no se distingue en el cielo. Los ojos se me hacían pesados y no me sentía yo, porque yo no era yo. Yo era la persona que estaba fuera de mi cuerpo viendo todo el espectáculo que había montado. Yo era todos los que esperaban en la sala de al lado oyendo los gritos. Yo era las cigarras del campo que en ese momento cantaban. Y tras haber forcejeado, cayendo como un león muerto, me hundí entre las sábanas en una habitación blanca y extraña.