viernes, 7 de marzo de 2014

Maddelein.

Abrí los parpados y lo vi todo blanco en un primer momento. Oía voces lejanas. Muchas voces y ruidos que retumbaban en mi cabeza. Cerré los ojos demasiado confusa.
Coche. Viaje. Tráfico. Discusión. Camión. Airbags. Negro.
No. No, no, no, no, no.
-¡Mamá! ¡Papa! ¡Ed!- Salté. Oh, Dios Mio. No, esto sin duda no me esta pasando. Sí, sí que esta pasando. Ahogué un gritó de desesperación. - ¡Mamá! -Lloriqueé. - No, por favor, no... ¡Papá! -grité aun mas fuerte. Me puse a llorar desesperadamente. 
-Shh... - Alguien me tocó el pelo. - ¿Cómo te llamas?
Levanté la vista. Se veía borroso por el efecto de las lágrimas. Chica vestida de verde; una enfermera. Estoy en un hospital.
-Yo... - Hice un sonido de frustración y le dí un puñetazo a la camilla. Me senté sobre ella dispuesta a levantarme - Dios mío, no, no, no... No puede... Oh, joder. ¿En donde están? - La agarré de el brazo fuertemente -  Ayúdeme, por favor - la supliqué, llorando aun más - ¿Donde están?
-Tienes que decirme el nombre, sino no puedo ayudarte. - Dijo ella agobiada, pasándome la libreta y el bolígrafo.
-Tienen que estar aquí. Si, si. Si, deben de estar. - La dejé de agarrar y me dispuse a salir de la camilla. Al parecer iba en camisón y tenía moratones por toda la piel. Me impulsé para levantarme y un dolor horrible me recorrió de arriba a abajo. Tan rápido, que no pude evitar caerme en los brazos de la enfermera, que habría previsto mi invalidez. 
-No te levantes. 
-¡Por favor tiene que ayudarme son mi familia! - la grité.
-Relájese. 
Tenía la cara empapada en lágrimas de la frustración y la impotencia. 
-No, no, no, no, no...
-Enzo, pásame el valium. - Había aparecido un enfermero que se acercaba a mí con una jeringuilla.
-Es lo mejor que puedes hacer ahora. - Me dijo el tal Enzo. Entre los dos me agarraron mientras yo forcejeaba y formulaba preguntas que no llegaron a responder. - Esto te va a calmar. Duerme un rato. - Tenía los ojos cerrados, negando con la cabeza, histérica. Necesitaba saber si estaban bien y nadie se dignaba a ayudarme. Un pinchacito en el brazo comparado con todo el dolor que sentía. Y toda la angustia. 
Pero fue desvaneciéndose, como el humo que sale de las fábricas hasta que no se distingue en el cielo. Los ojos se me hacían pesados y no me sentía yo, porque yo no era yo. Yo era la persona que estaba fuera de mi cuerpo viendo todo el espectáculo que había montado. Yo era todos los que esperaban en la sala de al lado oyendo los gritos. Yo era las cigarras del campo que en ese momento cantaban. Y tras haber forcejeado, cayendo como un león muerto, me hundí entre las sábanas en una habitación blanca y extraña.

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