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Era un día de invierno, ya navidad. La
gente andaba rápido por las calles mojadas haciendo sus últimas
compras o se refugiaban en los cafés tomando chocolate caliente. La
brisa otoñal había pasado a ser un viento gélido y mayoría de las
personas que caminaban, lo hacían deprisa y frotándose las manos
enfundadas en guantes. Los árboles y la poca hierba a sus pies estaban cubiertos de una fina capa de escarcha y,
dispersados por allí y aquí, se veían pequeños charcos
marrones fruto del aguacero.
Era una escena fácil de apreciar desde
mi punto de vista. Estaba sentada al lado de mi madre dentro de un
Starbucks. Nos habíamos sentado en una esquina del café donde la
pared era una cristalera, que dejaba pasar la imagen del invierno,
pero no su frío. Estaba tranquilamente recostada con mi chocolate
caliente entre las manos sintiendo el calor que emanaba de la bonita
taza.
-Lea - Mi madre sacudió la mano
delante de mí – Lea – Me volvió a llamar con tono cansino. Me
giré hacia ella. Estaba leyendo una de esas revistas de prensa rosa
que comen el cerebro a las mujeres. Sostenía el café caliente en
una mano mientras con la otra pasaba la página. Era pelirroja,
aunque en sus tiempos había sido morena oscura. Llevaba un abrigo
verde largo hasta las rodillas que destacaban sus ojos, verdes
también. Al parecer toda mi familia tenía los ojos verdes menos
yo, la oveja negra.
Ya se había
terminado el café y ahora me miraba intentando captar mí
atención.
-¿Nos vamos ya? – Dije con tono
desilusionado. La verdad es que me encantaba aquel lugar. No me
fijaba en la comida ni la bebida, sino en las vistas. Me hacía
divagar entre la gente como un fantasma, intentando adivinar las
historias que debían de estar viviendo.
-Sí, deberíamos. – Miró su
reloj.
Mi madre no era muy estricta con los
horarios de los planes, pero nunca llegábamos tarde. Hoy tocaba una
fiesta que daban unos amigos de mis padres y, aunque no me apetecía
ir, al menos me prometieron que habría chicos de mi edad, lo
que dudaba que fuera mejor. Con suerte podría meterme en alguna
habitación y leer un rato tranquila. Aunque no quería tampoco ser
una antisocial y dejar en ridículo a mis padres o ser una
mal educada por no querer hablar con los demás. Resoplé
levantándome el flequillo de lado. Vale, esa noche iba a hacer un
esfuerzo, por mi madre y mi padre, se lo debía.- Me prometí-
Parecía una cena importante para ellos…
Eché un último vistazo a la ventana
viendo como en pocos minutos había oscurecido y habían encendido
las luces blancas, rojas y doradas que deseaban feliz navidad
a los grises transeúntes. Algún niño se paró a mirarlas y agitaba
contento el brazo enseñando las luces a sus padres mientras estos
sonreían.
-¿Qué me puedo poner para la
cena? – Pregunté resignada por mi promesa mental.
-Te he comprado un vestido y unos
tacones, hoy tienes que estar muy guapa. – Me sonrió con cariño-
Aunque ya lo estas siempre. - Si lo dice tu madre no cuenta, mamá,
la intenté decir mentalmente. Aun así hice caso omiso de mi misma, asentí y la sonreí.
Salimos del Starbucks y caminamos por la calle, donde nos juntamos con las demás personas como dos transeúntes más, cada uno con su historia oculta.
Mi madre aparcó. Mi casa era bonita,
grande, situada en una zona de clase media-alta. En la entrada tenía
una verja grande de metal que se habría y te dejaba pasar a un gran
jardín con escarcha pero con encanto. Seguías un caminito de
piedras y llegabas a la casa. Tenía un color ligeramente amarillo,
como una casa rural y acogedora, pero cuando le daba el sol del
atardecer se volvía dorada con sombras naranjas. Un pino se situaba
a su izquierda, mi pino favorito. Allí me sentaba a ver el amanecer
en el horizonte, pues en ese lado ya no había más casas construidas
y lo demás era todo campo silvestre. En ese momento mi padre y mi
hermano estaban sacando las cajas con la decoración navideña y
colocándola el él. Bolas rojas, doradas, plateadas, pequeñas
estrellas de cinco puntas, telas transparentes puestas en espiral…
Estaba quedando precioso. Solo faltaba la estrella.
-Michelle, Lea - Mi padre nos
había visto. Se había girado y ya bajaba de la escalera portátil
en la que estaba subido para colgar la decoración. Sonreía de
oreja a oreja. No estaba segura si era por el efecto que tenía la
navidad en él o sus ganas de ir a la fiesta.
¿Por qué todos estaban tan felices
por esa fiesta? Nos habían invitado a varias durante el año. Era
normal: mi madre era una abogada adinerada que gestionaba una empresa
muy importante de comida y mi padre era un escritor famoso en sus
tiempos libres. Hace unos años mi padre fue contratado en una
empresa muy importante y su puesto ha ido a mejor desde entonces. No entendía como esta vez podía ser diferente
-¿Estáis decorando el árbol? -
Preguntó mi madre. Más que una pregunta parecía una afirmación.
Se había sorprendido. Un milagro navideño. Pensé irónica.
Era increíble que mi hermano hubiera accedido a colgar el árbol.
A lo mejor mi padre le había advertido que debía comportarse si
quería un coche por navidades.
Mi madre miró el
reloj y dijo:
-¡Cariño es tardísimo! La fiesta
empieza a las nueve – Lo dijo con un tono de fastidio y urgencia
aunque se notaba que estaba feliz. Mi padre se acercó a ella y la
besó. Mi hermano puso cara de asco. Inmaduro.
-Mira, lo que hemos hecho – Dijo
entusiasmado. Cogió un cable que apareció detrás del árbol y lo
llevó a la casa. Lo metió por la ventana y al parecer lo enchufó.
– Lea, sube a la escalera y pon la estrella en la punta, el toque
final. – Me ordenó.
Cogí la estrella dorada de cinco
puntas bañada en purpurina. Subí por la escalera que mi padre había
dejado y al llegar la último peldaño me estiré y la coloqué en la
punta. Bajé y me y fui junto a mi hermano. Mi padre le dio al botón
y el árbol se encendió. Pequeñas bombillas estaban repartidas por
todo el árbol y brillaban como oro. Eran doradas y su resplandor me
embargó de espíritu navideño. Todos sonreían. Mis padres se
cogieron de la mano y mi hermano se acercó más a mí y me estrechó contra su pecho. Todos
contemplamos como las luces bailaban en el árbol, embelesados.
-Feliz Navidad – murmuré.
Llegué a mi habitación y encontré el
vestido encima de mi cama. Era granate, con cuello de barco, lo que
dejaba al descubierto los hombros y la clavícula, y también abierto
por la espalda en forma de V. Se apretaba al pecho y a las formas de
la cadera y después era más suelto en la parte final. Lo veía
bastante excesivo para mi edad pero sonreí porque me haría parecer
un poco más mayor y sobretodo sexy. Los tacones eran negros con
plataforma, muy sofisticados. Empecé a plantearme lo importante que
sería para mis padres esta fiesta.
Después de ducharme, me enfundé en el
vestido que se deslizó sobre mí como otra piel. Me miré al espejo de cuerpo y me sorprendí. Nunca pensé que
un vestido podía cambiarte de tal forma.
-Lea, estás preciosa. – Mi madre
había entrado sin que me diera cuenta. Llevaba puesto un vestido
escotado verde botella que se deslizaba hasta sus pies. Se había
recogido sus bucles rojizos con un pasador dejándose alguno, lo que
le realzaba las formas de la cara. Estaba increíble.
Por su comentario me ruboricé. Era
cierto que estaba guapa, lo veía. Pero era el efecto óptico del
vestido, que era demasiado bonito.
-¿No crees que es excesivo? –
Pregunté. Mirando mí reflejo en el espejo.
-Ya era hora que tuvieses algún
vestido así. – Me sonrió mirándome con sus ojos verdosos. Yo
también sonreí. - ¿No te vas a poner maquillaje? – Dijo
divertida. Me hizo un gesto con la mano para que me sentase en el
tocador. - Ven aquí. Vamos a ver… - Cogió un par de cajitas,
botes y pinceles y se puso manos a la obra.
Mi madre y yo bajamos por las escaleras
hacia el hall. Llevaba cuidado de no caerme con los nuevos tacones,
lo que sería misión imposible. Mi padre y mi hermano no esperaban
allí y se quedaron atónitos. Me ruboricé y tiré un poco del
vestido hacia abajo. Mi padre miraba a mi madre con suma adoración
y mi madre a él igual. Llevaba un traje con corbata muy formal que
le estilizaba los hombros. Era alto, con el pelo negro con reflejos
plateados y los ojos verdes. Tenía una amplia sonrisa. Mi hermano
estaba a su lado jugando con las llaves del coche, impaciente. Tenía
el pelo negro y peinado de una forma no tan formal como mi padre.
Llevaba también traje, lo que le estilizaba, aunque mi hermano tenía
menos hombros pero era más alto aun que mi padre. Tenía los ojos verdes también y con ese aspecto desinteresado atraería la mayoría
de las miradas de las chicas, como siempre. Me convencí que ser la
menos agraciada de la familia no era tan mala cosa. Así pasaba
desapercibida.
Tras el trayecto, llegamos a una alta
verja de pinchos. Bajamos el coche y llamamos al telefonillo. Había
supuesto que los amigos, mejor dicho jefes, de mi padre, vivirían en un barrio así. Pero nunca me imaginé que sería en esa
zona. El viaje había durado una hora y ahora me daba cuenta de
porque: la casa se encontraba a un kilómetro y medio, como poco, de
la más cercana y al lado del mar. Pero en cuanto entramos me asombré
aún más. Era enorme. Tres casas del tamaño de la mía estaban
construidas formando un círculo y su centro era una bonita fuente
que sus aguas parecían doradas por las luces de su alrededor. Lo
demás que rodeaban las casas y la fuente era hierba y árboles. Al
final del terreno, unos cien metros detrás de la fuente, había una
piscina cubierta que conectaba con el mar de la playa. Todos nos
quedamos sorprendidos, era espectacular. Mi padre sonrió con orgullo
y agarró el brazo de mi madre. Un mayordomo, supuse, nos vino a
recibir y nos llevó a una de las casas. En cuanto mi padre abrió la
puerta todo el silencio fue apartado por una ola de música, risas y
olor a alcohol.
-¡Tom! – Saludó un señor con
bigote. Le dio la mano a mi padre y dos besos a mi madre. – Estas
preciosa, Michelle – La miró descaradamente y ella se ruborizó.
Miré a mi padre, él sonreía. Se giró hacia mi hermano y hacia
mí. - Veo que has traído a tus hijos. Me alegro. Son el futuro,
¿sabes? Hay que educarles bien para que lleguen a ser mejores de lo
que nosotros hemos sido – Dijo exagerando. ¿La gente ya está borracha a estas horas? – ¿Cómo te llamas, hijo?
-Thomas, señor. – Respondió mi
hermano. El señor del bigote le estrechó la mano y le dio una
palmada en la espalda.
-¡Como tu padre! Que falta de
imaginación. – Dijo mientras levantaba las manos con gesto
teatral. Mis padres rieron con él. Mi hermano y yo no supimos que
hacer. - ¿Y tú? – Esta vez me miró a mí.
-Lea – Dije mirándole a los
ojos. No me gustaba la forma de ser de ese hombre. Tenía una forma
de intimidar a la gente que no entendía, pero conmigo no iba a
conseguirlo.
-Mmm… Bien. – Me miró
complacido. Después se giró y movió la mano para que entráramos.
– Bienvenidos a mi fiesta, familia Stonen.
Al parecer la gente, adulta en su
mayoría, todavía no estaba tan borracha. Bueno, por ahora. Mis
padres se fueron junto al jefe a un grupo, al parecer, de gente
importante con los que mi padre estrechaba la mano y asentía con la
cabeza mientras mi madre sonreía a su lado. El salón era muy
grande. En una zona había una barra con un mayordomo sirviendo
cócteles y comida. En la punta opuesta había una pista de baile en
la que muchas parejas danzaban. En otra zona había una gran chimenea
con un pino a su lado decorado de forma navideña, pero muy elegante:
con dorados y plateados. Y en el otro extremo había mesas y sillas
de manteles blancos en los que la gente reía mientras bebía.
-Tomi, ¿Dónde vas? – Le
pregunté cuando se separó de mi lado.
-He oído que la hija del jefe esta
bue… es muy guapa. – Miró por toda la sala - Voy a conocerla.
– Es un “Te dejo plantada en una fiesta por otra chica de usar
y tirar, hermana”
-Vale. Bueno, ten el móvil
encendido por si acaso. –Me enseñó su teléfono, me sonrió y
desapareció entre la multitud.
Suspiré. Me di una vuelta por la sala
distraídamente. Pedí un San Francisco sin alcohol en la barra. Fui
hacia el árbol de navidad y admiré las llamas del fuego, que ardían
con fuerza. Después me senté en una de las mesas libres y mientras
me terminaba el San Francisco, admiré celosa la elegancia con la que
se movía la gente en la pista de baile.
-Te aseguró que está mucho mejor
con alcohol. – Me giré hacia dónde provenía la voz.
Era un chico, joven, un poco más mayor
que yo, supuse. Me había ensimismado mirando a la gente y ni me
había dado cuenta de que se había sentado a mi lado.
-¿Perdona? – Dije sorprendida.
Él sonrió divertido. Era guapo: Tenía
el pelo negro y los ojos... Parecían marrones, o azules. Aunque estaba sentado parecía delgado, con los hombros un
poco anchos y alto. Iba vestido con un traje negro que le hacía muy
elegante.
-Si tomas el San Francisco con
alcohol sabe mucho mejor, lo aseguro – Dijo con una sonrisa de
medio lado. Llamó al camarero y sin tiempo a negarme le pidió uno.
Quería preguntarle como sabía que
había pedido un sin alcohol pero en su lugar dije:
-¿Cuántos años tienes?
-Diecisiete – Dijo sorprendido. –
Eres de las directas, eh. ¿No quieres ni siquiera saber cómo me
llamo? – Amplió su sonrisa cuando me ruboricé.
-No quería decir… eso. Es decir,
lo he dicho porque quería confirmar que eres menor de edad, por lo
que no puedes tomar alcohol… – Me reí. Me estaba poniendo
nerviosa la forma en que me miraba. Qué vergüenza, pensé.
– Vale, si, - Carraspeé. - ¿Cómo te llamas?
-Rober, Rober Benett. Pero para ti
Rob. – Me guiñó un ojo. – Ahora te toca a ti, nombre y años.
-Lea Stonen y quince años. –
Respondí, siguiéndole el juego. Que chico más raro.
-Bien, Lea Stonen. ¿Quiere que le
enseñe este lugar? – Dijo tendiéndome la mano boca arriba de
forma teatral.
Le di mi mano y
sonreí como respuesta.