viernes, 6 de junio de 2014

Llueve

Un día de verano, me recordó a otro de invierno.
Y sin darme cuenta, la lluvia barrió toda la suciedad de mi ventana: ese polvo seco, del mal.

Abrí la ventana y mi mano saludó a una nube y esta le recibió con un suave diluvio de agua gris y angelical.
Mi cuerpo entero, sintió la necesidad: me saqué a mí misma de aquella muralla de piedra y cemento, dejándome respirar el aire fresco que jugueteaba con mis pestañas, que me acariciaba deliciosamente en una tremenda tormenta de pensamientos.
Los zapatos y la chaqueta se exiliaron a la habitación del otro lado.

Y mi cerebro maldició su destino; destino,de estar pegado con nervios y sangre a un alma tan pura y libre como la mía y un cuerpo desobediente y rebelde, que no ejecutaba. 

Y las gotas seguían cayendo aplastándome con ese suave deseo de recorrerme.

Apoyada en el escaso metro de tejas que separaba la seguridad de mi cuarto del oscuro vacío, estaba yo, pensando en como mi piel se erizaba con cada pequeña lágrima de frío que arrojaba mi compañera la nube.

No distinguí si lloraba ella, o yo lloraba.

Pero aquellas gotas, oh malditas, que me estaban consolando, pobre de mi cuerpo, cerebro y alma, que fuero arrojados al vacío por su causa.

El cerebro murió enfadado.

El cuerpo fue abandonado y alimentó así, a los peones de la vida y de la muerte.

Pero el alma, quedó atrapada en las gotas. Aún se la ve, cuando llueve.

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